Pobres contra pobres
6 minutos de lectura(columna de Juan Pablo Cárdenes en El Clarín)
Muy complacidos deben sentirse los promotores del consumismo y del individualismo con las confrontaciones entre los pobres que viven en Chile o llegan del extranjero. Cuando estos abandonan sus lazos de hermandad y desestiman aquellas convicciones que los llevaron a ser solidarios y enfrentar unidos la adversidad común de la injusticia, por encima de las fronteras artificiales impuestas por los estados. Cuando alguna vez la necesidad de prosperar los indujo a organizarse interna y continentalmente, abrazar los mismos ideales e identificar a sus verdaderos enemigos. Es decir, para condenar el capitalismo salvaje y renunciar a toda forma de patrioterismo, en el entendido que los pobres y discriminados forman parte de un mismo universo de seres, sin dejarse aprisionar por aquellos límites que marcan arbitrariamente los mapas.
En el pasado, la solidaridad de clase, el sindicalismo y las ideologías progresistas remontaron en el internacionalismo, en la necesidad de lucha mancomunada de todos los explotados del mundo, así como en asumir la lucha contra el imperialismo. Es cuestión de recordar aquellas distintas expresiones ideológicas que concluían en la necesidad de traspasar las fronteras políticas impuestas a los pueblos, lo que dio existencia en nuestro Continente a ese panamericanismo abrazado desde la primera hora por todos nuestros libertadores. Como también estimularon los múltiples esfuerzos por reconocernos en un presente y destino común con los segregados del mundo entero. El propio Manifiesto Comunista y las encíclicas sociales de algunos papas coincidieron en mucho y calaron hondo en nuestra política, proponiéndonos el imperativo de una patria común, como la necesidad de una misión liberadora universal.
Junto con proscribir las ideologías, los partidos y las organizaciones sociales, la dictadura de Pinochet se propuso que cada chileno velara solo por sí mismo y le diera la espalda a sus semejantes. De ello da cuenta, entre otros, el sistema previsional de las AFP, la educación diferenciada por niveles socioeconómicos y la pulverización de una inmensa cantidad de asociaciones civiles y de ayuda mutua. Se sacralizó, por tanto, la “libre competencia” y se le hizo creer a los chilenos que vivíamos en un oasis de “paz y tranquilidad”, mientras en el mundo imperaba el caos. Para lo cual le insuflaban a la población una andanada de patrioterismo, instándonos a demarcarnos de los países vecinos y de las ideas foráneas y universales.
Chile fue convertido en un “jaguar” y muchos se tragaron el cuento. Chile era un “gran país solo que en un mal barrio”. Los chilenos constituíamos una raza distinta, homogénea y privilegiada, así como nuestra bandera e himno nacional eran reconocidos como los mejores del mundo. Tal como se nos convencía de las inigualables bondades de nuestro clima, del vino, las frutas, mariscos y otras especies. De esta forma, también teníamos que creer que nuestros conflictos fronterizos habían sido provocados por los peruanos y bolivianos, los que pagaron su atrevimiento con las enormes extensiones que perdieron de manos de los “valientes soldados chilenos, jamás vencidos”.
En distinta medida, todos fuimos influidos por aquello que en Chile eran irrelevantes los habitantes indígenas, como los mapuches, los atacameños y varias otras etnias que recién prácticamente se descubren. Que tampoco teníamos territorios y culturas colonizadas, como hoy nos lo reprochan los rapanui de Isla de Pascua, a muchos miles de kilómetros de distancia de nuestras costas. Hasta las clases de historia se empeñaban en convencernos de que por nuestro país por suerte solo estuvieron de paso los negros provenientes de África, ya que finalmente se establecieron al otro lado de nuestras fronteras. Con lo que prosperó otra gran mentira: la que de aquí no teníamos esclavos.
De allí que no sea tan extraño lo que acaba de suceder en Iquique, donde algunos pobres emigrantes venezolanos fueron agredidos por una turba de unos cinco mil chilenos, simplemente por el delito de querer avecindarse en Chile, después de que el propio Piñera los invitara a nuestro país en un viaje anterior a Colombia. Claro, en un momento en que estábamos faltos de mano de obra barata y todavía no sufríamos los rigores de la pandemia…
Todos pudimos observar la semana pasada a decenas de hermanos venezolanos a quienes les quemaron sus modestas pertenencias a vista y paciencia de Carabineros, dejándolos más a la intemperie de lo que ya estaban. ¡Vaya qué vergüenza se siente por este criminal atentado ante un mundo que recibió a cientos de miles de refugiados chilenos durante el Régimen Militar, muchos de los cuales se quedaron para siempre y bien acogidos en Suecia, Francia, Alemania y tantas otras naciones. Acogidos por pueblos más pobres que el nuestro, como los que se establecieron en Centro América y el Caribe.
Claro, estos iracundos connacionales tan pobres, además, de espíritu ignoran el don de la solidaridad. Solo creen que para triunfar hay que “rascarse con sus propia uñas” y no permitir por ningún motivo que vengan otros a disputarles sus puestos de trabajo, además de amenazarnos a todos con un mestizaje que sería indigno, de acuerdo al racismo que en Chile está tan entronizado. Salvo si se trata de blancos y rubios europeos, como los que los gobiernos de nuestro país importaron en el pasado a fin de asentarlos en la Araucanía o la Patagonia, para así “mejorar nuestra raza” y elevar la productividad.
Felizmente, la mayoría del país ha sabido sobreponerse al egoísmo y la xenofobia, repudiando lo acometido por esta turba de maleantes. Con la emigración, aseguran los agresores, llegan los delincuentes, los traficantes y toda suerte de malhechores, ignorando la enorme contribución que en la agricultura y la minería, por ejemplo, han hecho estos trabajadores venidos a Chile y sin los cuales el país no podría estar cosechando y exportando tantas frutas , ni ganar un socio comercial tan poderoso como la comunista China, la que sabemos hincha los bolsillos de empresarios agrícolas y exportadores de materias primas, que es lo único que prácticamente producimos desde que los “genios de la economía neoliberal” descubrieron que era más fácil y más rentable dedicarse a los llamados comodities y abandonar la industrialización y la autarquía que avanzaban con bríos.
Qué duda cabe que el enfrentamiento de pobres contra pobres es provocado por las ideas imperantes en La Moneda y el Parlamento. Por los que buscan perpetuar la Constitución de 1980, un sistema previsional cuatrero y la más horrenda concentración de la riqueza en Chile. Ciertamente, no son los grandes beneficiados del sistema los que salen a agredir a los emigrantes. Ellos ya probaron que les pueden ser muy útiles a sus intereses, porque trabajan mucho y hay que pagarles lo mínimo.
Los agresores de Iquique pertenecen más bien a la población más ignorante, vulnerable e incauta de país. La que todavía cree en las ilusiones sembradas por las AFP, las isapres, los políticos de las dos derechas que se han estado turnando en el poder después del Dictador.
¡Vaya qué buen negocio para los dueños de Chile que surjan las desavenencias entre nuestros pueblos y estados! Y a propósito, cuánta falta les haría a nuestros corruptos uniformados la posibilidad de un conflicto que les reditúe más armas y charreteras, cuando saben que no son los militares, sino el pueblo armado, el que aporta prácticamente todos los muertos en los campos de batalla. Ahora que se hace muy difícil otra guerra de las Fuerzas Armadas contra su propio pueblo, como las que se hicieron con la llamada Pacificación de la Araucanía o en la represión brutal pos golpe de 1973.
Sin embargo, la acogida que nos brindó generosamente el mundo no ha podido ser borrada de nuestra conciencia nacional, por lo que los provocadores iquiqueños solo son apenas un puñado. Pero víctimas, también, del racismo tan adherido a la ideología oficial en un país que todavía no se convence de que somos tal como los otros. Por lo que nuestro porvenir tanto depende de la conciencia y unidad de los pueblos afligidos por el hambre, las enfermedades y la escandalosa desigualdad.