Cuando la Extrema Derecha Promete “Orden”, Pero Amenaza el Progreso
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En política, los avances sociales rara vez son fruto del azar. Suelen surgir de procesos largos, con acuerdos difíciles y reformas que buscan equilibrar crecimiento económico, cohesión social y estabilidad institucional. Eso es, precisamente, lo que caracteriza a los gobiernos de inspiración socialdemócrata: un intento de armonizar mercado con derechos, eficiencia con inclusión, desarrollo con dignidad.
Cuando un país ha logrado consolidar políticas públicas orientadas al bienestar social —mejoras en salud, fortalecimiento de la educación pública, ampliación de programas sociales o modernización laboral— la ciudadanía suele experimentar de primera mano los beneficios de una sociedad más equitativa. Sin embargo, estos logros no son irreversibles. Y aquí es donde emerge la preocupación frente al ascenso de propuestas de extrema derecha, que se presentan como una solución rápida a problemas complejos, pero cuyo diseño ideológico tiende a desmantelar precisamente aquello que ha permitido construir un piso de derechos más amplio.
La narrativa de la extrema derecha suele anclarse en la promesa de “orden”, “disciplina fiscal” o “libertad económica”. Pero, en su versión más rígida, estas consignas se traducen en recortes sociales, debilitamiento del rol del Estado, privatización acelerada y reducción de mecanismos de protección ciudadana. El resultado es una regresión: sectores vulnerables pierden garantías básicas, las desigualdades se ensanchan y el contrato social se fractura.
No se trata de negar los desafíos que enfrentan las sociedades contemporáneas —inseguridad, burocracia, fragmentación política o crecimiento lento—, sino de advertir que las soluciones extremas, basadas en la confrontación permanente y la eliminación de equilibrios institucionales, suelen empeorar los problemas que dicen resolver. La evidencia histórica es clara: los proyectos que atacan el pluralismo, la deliberación democrática y el rol equilibrador del Estado terminan erosionando tanto la economía como la convivencia social.
Un gobierno de extrema derecha no sólo arriesga revertir avances materiales; también amenaza valores esenciales: solidaridad, inclusión, acceso universal a derechos y la idea de que el desarrollo es para todos, no sólo para quienes pueden pagarlo. Un gobierno ciudadano como el del presidente Boric, con todas sus limitaciones, ha buscado precisamente esto: que el progreso sea compartido y que el Estado sea un socio, no un espectador, en la construcción de una vida más digna.
Lo verdaderamente preocupante es que, cuando los avances sociales se desmontan, reconstruirlos puede tomar décadas. Un retroceso institucional, económico o cultural no se revierte con voluntad declarativa: requiere tiempo, consenso y estabilidad. Por eso, antes de embarcarse en proyectos que prometen soluciones rápidas a costa de derechos conquistados, conviene recordar que en política, como en la vida, no todo lo que se ofrece como “simple” es necesariamente bueno, y no todo lo que se ha construido con esfuerzo merece ser destruido en nombre de un orden que, una vez impuesto, rara vez beneficia a la mayoría.