noviembre 6, 2024

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De una fallida profecía al millonario turismo espacial

9 minutos de lectura

Una canción de Marcianita hizo furor hace 65 años cuando parecía fácil conquistar el cielo.

Corría 1959 cuando Los Flamingos, un cuarteto chileno avecindado entonces en Argentina, lanzó su disco “Marcianita”, una balada con matices de rocanrol y aires humorísticos que profetizaba para 1970 un amor intergaláctico entre un terrestre y una habitante del llamado planeta rojo.

Ignorada Marcianita: aseguran los hombres de ciencias/ que en diez años más tú y yo/ estaremos tan cerquita,/ que podremos pasear por los cielos/ y hablarnos de amor, decía el preámbulo de la canción. Yo que tanto te he soñado,/voy a ser el primer pasajero/ que viaje hasta donde estás, continuaba la letra, para asegurar más adelante: y en el año 70 felices seremos los dos.

El tema, compuesto por Galvarino Villota y José Imperatore, disputó los primeros lugares en los rankings radiales con los éxitos de Elvis Presley y Paul Anka. Su pegajosa letra se nos quedó grabada a los adolescentes de aquellos años y la entonábamos en coros improvisados de fiestas quinceañeras.

Alguna vez la cantamos ya adultos en algún encuentro en los años 90 y no pudimos reprimir reacciones que transitaban desde la nostalgia a la burla amable por la profecía frustrada del romance celestial con una marcianita en 1970.

Pero al rebobinar la memoria, la balada de Los Flamingos permanece como un testimonio más del interés masivo de finales de los años 50 por la conquista del espacio exterior, que puso una nota amable en la competencia de la Unión Soviética y los Estados Unidos en el marco de la Guerra Fría.

La música popular se puso en órbita con la carrera espacial inaugurada el 4 de octubre de 1957, cuando los soviéticos lanzaron el Sputnik 1, el primer satélite artificial, que abrió una nueva era de progreso para la humanidad.

El desarrollo de la cohetería, como herencia de la II Guerra Mundial, contribuyó a hacer realidad la profecía de Julio Verne quien, en 1865 en su novela De la Tierra a la Luna, planteó el proyecto de un gigantesco cañón para propulsar un proyectil tripulado capaz de superar la fuerza de gravedad y remontar la atmósfera terrestre.

El prolífico escritor francés de ciencia ficción ambientó la obra en los Estados Unidos y así acertó igualmente, con poco más de un siglo de distancia, a la histórica misión del Apolo 11 que el 20 de julio de 1969 convirtió al norteamericano Neil Armstrong en el primer humano en caminar por la superficie lunar.

Washington se tomó así revancha de los éxitos espaciales de Moscú, que el 12 de abril de 1961 llevó por primera vez un hombre al espacio exterior, con Yuri Gagarin que orbitó la Tierra en la nave Vostok 1. Para mayor gloria de los soviéticos, el 16 de junio de 1963 Valentina Tereshkova se convirtió en la primera cosmonauta, como solitaria piloto de la Vostk 6, que dio 48 vueltas a la Tierra en tres días.

Violeta Parra, que se encontraba en Francia exponiendo sus arpilleras en el Museo del Louvre, compuso entonces la canción “¿Qué vamos a hacer?”, más conocida posteriormente como “Ayúdame Valentina”, un tema de protesta, de condena a los falsos dioses y predicadores, revestido de humanismo materialista.

Ayúdame, Valentina, ya que tú volaste lejos/ dime de una vez por todas/ que arriba no hay tal mansión/ mañana la ha de fundar/ el hombre con su razón, dijo la cantautora chilena en este tema, que permaneció inédito hasta cuatro años después de su suicidio en 1967, cuando en 1971 apareció el álbum “Canciones reencontradas en París”.

El arte en sus diversas manifestaciones acompañaba entonces el interés por la carrera espacial. En 1968 Stanley Kubrick estrenó 2001: Odisea del espacio, una obra maestra del cine de un profundo sentido filosófico que, a su manera, pronosticó la batalla del ser humano con la inteligencia artificial.

Los matices amorosos de la marcianita de la canción de Los Flamingos pueden rescatarse hoy como una reinterpretación amable de los alienígenas. Dejaron de ser los terribles y crueles enemigos invasores de la Tierra que Herbert George Wells retrató en 1898 en La guerra de los mundos, y que causaron pánico en la recreación radial que hizo Orson Welles en 1938.

Tras el éxito del alunizaje de Neil Armstrong, Estados Unidos organizó otras seis misiones del proyecto Apolo hasta 1972. Los soviéticos renunciaron a competir en este terreno y orientaron la investigación de la Luna con sondas robóticas, usadas también por ambas potencias para investigaciones en Marte y Venus.

Wikipedia registra que desde el lanzamiento del Sputnik 1 en 1957 se han puesto en órbita alrededor de 8.900 satélites artificiales por parte de unos 40 países. El año 2018 se estimaba que unos 5.000 continuaban operativos. Los restantes se han transformado en basura espacial, demostrando que el hombre contamina también la estratósfera, así como los océanos.

Sin duda, los satélites han sido el gran agente de la globalización y muchos de los actuales progresos, sobre todo en el ámbito de las comunicaciones, serían imposibles sin ellos. Pero, así como son vectores del progreso, también lo son de la destrucción por obra y gracia de los intereses geopolíticos.

En las noticias de las confrontaciones bélicas entre Rusia y Ucrania y entre Israel e Irán, aparecen a menudo los satélites como guías del lanzamiento o de la interceptación de misiles, en guerras donde las víctimas son cada vez menos los soldados y cada vez más la población civil.

La carrera espacial, como expresión de una sana competencia que admitía incluso la cooperación, tuvo como su última expresión la creación de la Estación Espacial Internacional en noviembre de 1998, en un proyecto conjunto de la entonces Unión Soviética (ahora Rusia), Japón, Estados Unidos y la Agencia Espacial Europea.

En el módulo ruso de esta gigantesca plataforma a 400 kilómetros de la Tierra se inauguró en abril de 2001 el turismo espacial, cuando el multimillonario estadounidense Dennis Tito pagó 20 millones de dólares por permanecer nueve días a bordo de la estación. Ahora tiene comprado un boleto para orbitar la Luna con Space X, empresa del magnate Elon Musk, a un precio no revelado.

A Tito le siguieron otros seis turistas espaciales en la Estación Internacional, cuyos pagos oscilan entre 20 y 40 millones de dólares. La cuarta fue la estadounidense de origen iraní Anousheh Ansari, que estuvo casi un mes en órbita realizando experimentos científicos.

Además de Roscosmos, la agencia rusa que administra los cupos para turistas en la Estación Internacional, hay otras empresas que ofrecen por ahora vuelos suborbitales, a unos 100 kilómetros de altura, en trayectos cortos donde los pasajeros, que pagan alrededor de 150 mil dólares, pueden experimentar la falta de gravedad y la contemplación del globo terráqueo a gran altura.

Una de estas empresas es Spake X, de Musk, que además de orbitar la Luna proyecta ofrecer viajes a Marte en el futuro. Otra es Blue Origin, de Jeff Bezos, el magnate estadounidense dueño de Amazon. El británico Sir Richard Branson, dueño del Virgin Group, controla a su vez Virgin Galactic.

Axiom Space, compañía basada en Houston, Texas, planea operar viajes turísticos orbitales con la Estación Espacial Internacional, emulando a Space Adventures, empresa con sede en Virginia y oficinas en Moscú, Tokio y Cabo Cañaveral, que trabaja con Roscosmos.

En síntesis, el turismo espacial, despojado del sueño de un romance intergaláctico, es hoy por hoy una aventura de alto precio, reservada solo para ese 1% de la población mundial que acumula más riqueza que el 95% restante, según el último informe de la organización Oxfam.

El arte en sus diversas manifestaciones acompañaba entonces el interés por la carrera espacial. En 1968 Stanley Kubrick estrenó 2001: Odisea del espacio, una obra maestra del cine de un profundo sentido filosófico que, a su manera, pronosticó la batalla del ser humano con la inteligencia artificial.

Los matices amorosos de la marcianita de la canción de Los Flamingos pueden rescatarse hoy como una reinterpretación amable de los alienígenas. Dejaron de ser los terribles y crueles enemigos invasores de la Tierra que Herbert George Wells retrató en 1898 en La guerra de los mundos, y que causaron pánico en la recreación radial que hizo Orson Welles en 1938.

Tras el éxito del alunizaje de Neil Armstrong, Estados Unidos organizó otras seis misiones del proyecto Apolo hasta 1972. Los soviéticos renunciaron a competir en este terreno y orientaron la investigación de la Luna con sondas robóticas, usadas también por ambas potencias para investigaciones en Marte y Venus.

Wikipedia registra que desde el lanzamiento del Sputnik 1 en 1957 se han puesto en órbita alrededor de 8.900 satélites artificiales por parte de unos 40 países. El año 2018 se estimaba que unos 5.000 continuaban operativos. Los restantes se han transformado en basura espacial, demostrando que el hombre contamina también la estratósfera, así como los océanos.

Sin duda, los satélites han sido el gran agente de la globalización y muchos de los actuales progresos, sobre todo en el ámbito de las comunicaciones, serían imposibles sin ellos. Pero, así como son vectores del progreso, también lo son de la destrucción por obra y gracia de los intereses geopolíticos.

En las noticias de las confrontaciones bélicas entre Rusia y Ucrania y entre Israel e Irán, aparecen a menudo los satélites como guías del lanzamiento o de la interceptación de misiles, en guerras donde las víctimas son cada vez menos los soldados y cada vez más la población civil.

La carrera espacial, como expresión de una sana competencia que admitía incluso la cooperación, tuvo como su última expresión la creación de la Estación Espacial Internacional en noviembre de 1998, en un proyecto conjunto de la entonces Unión Soviética (ahora Rusia), Japón, Estados Unidos y la Agencia Espacial Europea.

En el módulo ruso de esta gigantesca plataforma a 400 kilómetros de la Tierra se inauguró en abril de 2001 el turismo espacial, cuando el multimillonario estadounidense Dennis Tito pagó 20 millones de dólares por permanecer nueve días a bordo de la estación. Ahora tiene comprado un boleto para orbitar la Luna con Space X, empresa del magnate Elon Musk, a un precio no revelado.

A Tito le siguieron otros seis turistas espaciales en la Estación Internacional, cuyos pagos oscilan entre 20 y 40 millones de dólares. La cuarta fue la estadounidense de origen iraní Anousheh Ansari, que estuvo casi un mes en órbita realizando experimentos científicos.

Además de Roscosmos, la agencia rusa que administra los cupos para turistas en la Estación Internacional, hay otras empresas que ofrecen por ahora vuelos suborbitales, a unos 100 kilómetros de altura, en trayectos cortos donde los pasajeros, que pagan alrededor de 150 mil dólares, pueden experimentar la falta de gravedad y la contemplación del globo terráqueo a gran altura.

Una de estas empresas es Spake X, de Musk, que además de orbitar la Luna proyecta ofrecer viajes a Marte en el futuro. Otra es Blue Origin, de Jeff Bezos, el magnate estadounidense dueño de Amazon. El británico Sir Richard Branson, dueño del Virgin Group, controla a su vez Virgin Galactic.

Axiom Space, compañía basada en Houston, Texas, planea operar viajes turísticos orbitales con la Estación Espacial Internacional, emulando a Space Adventures, empresa con sede en Virginia y oficinas en Moscú, Tokio y Cabo Cañaveral, que trabaja con Roscosmos.

En síntesis, el turismo espacial, despojado del sueño de un romance intergaláctico, es hoy por hoy una aventura de alto precio, reservada solo para ese 1% de la población mundial que acumula más riqueza que el 95% restante, según el último informe de la organización Oxfam.

Fuente: https://www.meer.com/es/83916-de-una-fallida-profecia-al-millonario-turismo-espacial
Artículo de Gustavo González Rodríguez. Periodista y escritor. Magíster en Comunicación Política, Periodista y Diplomado en Periodismo y Crítica Cultural en la Universidad de Chile. Fue director de la Escuela de Periodismo de esa misma universidad (2003-2008) y presidente de la Asociación de Corresponsales de la Prensa Internacional en Chile (1992-1995). Corresponsal en Ecuador y director de la oficina de Inter Press Service en Chile, y editor de la agencia en Italia y Costa Rica. Fue corresponsal también de Latin America Newsletter (Inglaterra), El Periódico de Barcelona (España), revista Brecha (Uruguay) y diario Milenio (México). Autor de los libros «Caso Spiniak. Poder, ética y operaciones mediáticas» (ensayo), «Nombres de mujer» (cuentos) y «La muerte de la bailarina» (novela).

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